Milei y la tormenta perfecta que explica derrota electoral: Crisis del relato, estrangulamiento económico y fatiga social
Todo proyecto político que aspire a transformar las estructuras de poder requiere, como condición de posibilidad, la construcción de un relato coherente que articule diagnóstico, promesa y legitimidad
Todo proyecto político que aspire a transformar las estructuras de poder requiere, como condición de posibilidad, la construcción de un relato coherente que articule diagnóstico, promesa y legitimidad. Esta narrativa no constituye mera ornamentación retórica, sino el sustrato simbólico sobre el cual se erige la confianza ciudadana y se justifica el mandato de cambio. La contundente derrota de La Libertad Avanza en la provincia de Buenos Aires revela, en su anatomía compleja, la desintegración de este fundamento narrativo del proyecto libertario.
El relato mileísta se estructuró desde sus orígenes sobre una premisa central: la batalla épica contra "la casta" política, esa élite extractiva que habría capturado el Estado para perpetuar sus privilegios a expensas del pueblo productivo. Esta construcción narrativa no era innovadora en términos históricos —evoca los ecos del populismo clásico y sus dicotomías fundantes— pero sí resultaba eficaz en el contexto de crisis de legitimidad que atravesaba el sistema político argentino. La lucha contra la corrupción se erigía como el corolario natural de esta batalla, transformando cada denuncia, cada señalamiento, cada "escrache" presidencial en una confirmación de la coherencia del proyecto.
Sin embargo, los audios filtrados que expusieron presuntas irregularidades en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) operaron como un disolvente químico sobre este edificio simbólico. No se trataba meramente de un escándalo más en la larga historia de desencuentros entre discurso y práctica política, sino de una fractura ontológica que vulneraba el núcleo identitario del libertarismo vernáculo. Si el propio gobierno que prometía extirpar la corrupción aparecía sospechado de reproducir las mismas lógicas clientelares que denunciaba, ¿qué quedaba del diferencial ético que justificaba el mandato transformador?
Esta crisis del relato se desplegó en un contexto económico particularmente adverso, donde las contradicciones entre promesas y resultados adquirían materialidad tangible en la experiencia cotidiana de millones de argentinos. El modelo de ajuste implementado por el ministro Luis Caputo, caracterizado por tasas de interés reales elevadas, restricción de la actividad económica y un tipo de cambio artificialmente contenido, generó una paradoja dolorosa: la estabilización macroeconómica se construía sobre el sacrificio de la demanda interna y el empleo.
Las promesas de una rápida recuperación económica que acompañaría al ajuste ortodoxo se estrellaron contra la realidad de una recesión prolongada. El dólar anclado, presentado como ancla antiinflacionaria, comenzó a percibirse como una nueva forma de intervencionismo estatal, contradiciendo los postulados liberales originarios. La población experimentaba así una doble traición: no solo los resultados económicos demoraban en materializarse, sino que los métodos empleados parecían reproducir las viejas lógicas de control de precios que el libertarismo había prometido erradicar.
Paralelamente, el estilo comunicacional presidencial, inicialmente percibido como una bocanada de aire fresco en el marasmo de la corrección política, comenzó a mostrar signos de desgaste. Los ataques indiscriminados, las descalificaciones sistemáticas y la retórica belicosa que habían funcionado como elementos disruptivos durante la campaña electoral, se transformaron gradualmente en fuentes de agotamiento social. La sociedad argentina, tras décadas de polarización y conflictividad, parecía demandar no más épica confrontativa sino la construcción de consensos mínimos que permitieran abordar los desafíos estructurales.
Este cansancio se manifestó de manera particularmente aguda en los sectores medios urbanos, que habían constituido la base electoral original del libertarismo. La promesa de orden y previsibilidad que había seducido a estos segmentos se veía constantemente socavada por una dinámica política que privilegiaba la confrontación sobre la construcción institucional. El insulto como método de gobierno, la descalificación como herramienta de debate y la polarización como estrategia de supervivencia política comenzaron a generar más rechazo que adhesión.
La convergencia de estos tres factores —crisis del relato, estrangulamiento económico y fatiga social— creó una tormenta perfecta que se materializó en las urnas bonaerenses. Los votantes no solo castigaron resultados insuficientes sino que, más profundamente, retiraron su confianza en la capacidad del proyecto libertario para cumplir sus promesas fundacionales.
La derrota electoral revela así una verdad incómoda sobre la naturaleza del poder político en sociedades democráticas complejas: la construcción de hegemonía requiere no solo la destrucción del orden precedente sino la capacidad de ofrecer alternativas creíbles y sostenibles. El libertarismo argentino demostró eficacia demoledora pero evidenció limitaciones estructurales en su capacidad constructiva.
Esta crisis trasciende las contingencias electorales para instalarse en el terreno más profundo de la legitimidad política. La pregunta que emerge no es meramente cómo recuperar votos perdidos, sino cómo reconstruir un relato coherente cuando los fundamentos narrativos originarios han sido erosionados por las contradicciones de la propia práctica gubernamental.
El desafío que enfrenta el libertarismo argentino consiste en demostrar que es posible una política transformadora que no reproduzca los vicios que pretende combatir. Solo desde esa demostración práctica podrá reconstruirse la confianza ciudadana que las urnas bonaerenses han retirado de manera tan categórica.
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