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Los nuevos soberanos: cuando las corporaciones tecnológicas gobiernan sin ser elegidas

"No somos la policía moral elegida del mundo", declaró Sam Altman al anunciar que ChatGPT flexibilizará sus restricciones sobre contenido adulto. La frase, pronunciada con la naturalidad de quien constata lo obvio, encierra sin embargo una paradoja que merece examen detenido. Si OpenAI no es la policía moral del mundo, ¿por qué durante años actuó exactamente como tal? Y más inquietante aún: ¿quién otorgó a un puñado de empresas tecnológicas la potestad de decidir qué pueden leer, escribir, imaginar o desear miles de millones de personas?

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La declaración de Altman constituye menos una renuncia que una reconfiguración del poder. OpenAI no abandona su capacidad de regular conductas; simplemente modifica los criterios. Mañana podría endurecerlos nuevamente, o flexibilizarlos más, según consideraciones que escapan por completo al escrutinio público. Esta discrecionalidad absoluta sobre las condiciones de acceso al conocimiento y la expresión representa un fenómeno históricamente inédito que desafía las categorías tradicionales del pensamiento político.

El Estado privatizado: una mutación silenciosa
Durante siglos, la regulación del discurso público constituyó una prerrogativa estatal por excelencia. Censores eclesiásticos, burocracias imperiales, tribunales constitucionales: las formas variaron, pero el principio organizador permaneció constante. La autoridad para determinar los límites de lo decible emanaba de estructuras políticas formalmente constituidas, sujetas —al menos en teoría— a algún tipo de rendición de cuentas ante los gobernados.

La revolución digital alteró esta ecuación de manera radical pero casi imperceptible. No hubo un momento fundacional, ninguna transferencia explícita de soberanía. Simplemente, a medida que la vida social migraba hacia plataformas privadas, las decisiones sobre moderación de contenido adquirieron consecuencias que antes solo tenían los actos de gobierno. Cuando Facebook decide qué constituye discurso de odio, cuando Google determina qué información merece visibilidad, cuando OpenAI establece qué preguntas puede responder una inteligencia artificial, están ejerciendo funciones regulatorias que afectan a poblaciones enteras sin mandato democrático alguno.

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La paradoja del liberalismo digital
Sam Altman invoca el modelo de las películas clasificadas para adultos como analogía tranquilizadora. Del mismo modo que la sociedad establece límites apropiados para el cine, argumenta, las plataformas de IA pueden hacer algo similar. Pero la comparación oscurece más de lo que ilumina. Los sistemas de clasificación cinematográfica surgieron de procesos legislativos, negociaciones entre industria y Estado, jurisprudencia acumulada. Operan dentro de marcos constitucionales que garantizan derechos de apelación y revisión judicial.

Las políticas de contenido de OpenAI, en cambio, emergen de decisiones corporativas unilaterales. No existe tribunal ante el cual impugnar una restricción injusta, ni proceso electoral para reemplazar a quienes diseñan las reglas. Los términos de servicio —esos contratos que nadie lee pero todos aceptan— constituyen la nueva constitución de facto del espacio digital, redactada sin participación ciudadana y modificable a voluntad del soberano privado.

Lo verdaderamente notable es que esta privatización de la gobernanza se presenta envuelta en retórica libertaria. "No queremos ser la policía moral", proclama Altman, como si la alternativa fuera la ausencia de regulación. Pero la alternativa real es otra: que las decisiones sobre los límites del discurso público se tomen en espacios democráticos, con transparencia, deliberación y mecanismos de control. Frente a esa posibilidad, incluso la regulación corporativa más permisiva sigue siendo autoritaria en su origen.

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Inteligencia artificial y la escala del poder
La emergencia de sistemas de IA generativa amplifica exponencialmente las implicancias de este fenómeno. ChatGPT no es una red social donde los usuarios publican contenido que luego es moderado. Es una infraestructura cognitiva que moldea activamente cómo millones de personas piensan, escriben, investigan y crean. Las decisiones sobre qué puede o no puede hacer esta herramienta tienen consecuencias epistémicas que exceden largamente la moderación de contenido tradicional.

Cuando OpenAI decide que ChatGPT puede ayudar a escribir ficción erótica pero no puede proporcionar cierta información médica, está configurando los contornos de lo pensable para una porción creciente de la humanidad. Esta capacidad de moldear el horizonte cognitivo de sociedades enteras constituye una forma de poder que los teóricos políticos clásicos ni siquiera imaginaron. No es censura en el sentido tradicional: es algo simultáneamente más sutil y más profundo.

Hacia una gobernanza democrática de la inteligencia artificial
El diagnóstico crítico no debería conducir a la parálisis ni a la nostalgia por regulaciones estatales frecuentemente igual de opacas y arbitrarias. La pregunta relevante no es si debe existir gobernanza sobre sistemas de IA —inevitablemente existirá—, sino cómo construir marcos institucionales que combinen eficacia técnica con legitimidad democrática.

Algunas jurisdicciones ensayan respuestas incipientes. La Unión Europea avanza con regulaciones que imponen obligaciones de transparencia algorítmica. Brasil experimenta con consejos multiactorales para gobernanza de plataformas. Estas iniciativas, todavía fragmentarias e imperfectas, señalan al menos la posibilidad de recuperar agencia colectiva sobre tecnologías que actualmente operan como poderes privados sin contrapeso.

La declaración de Altman, leída en este contexto, adquiere un significado paradójico. Al reconocer que OpenAI no fue elegida como policía moral del mundo, el CEO admite implícitamente la ilegitimidad de origen del poder que ejerce. Pero esta confesión no va acompañada de ninguna propuesta para subsanar el déficit democrático. La solución ofrecida —más libertad para adultos, protección para menores— sigue siendo una decisión unilateral de la corporación, tan revocable como las restricciones anteriores.

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El desafío de nuestra época
Las transformaciones en curso exceden largamente el debate sobre contenido erótico en chatbots. Lo que está en juego es la arquitectura institucional de sociedades crecientemente mediadas por infraestructuras digitales privadas. Cada decisión de política de contenido, cada ajuste en los parámetros de un modelo de lenguaje, cada modificación en los términos de servicio constituye un acto de gobierno ejercido por entidades que no responden ante ningún demos.

Reconocer la magnitud de este desplazamiento no implica demonizar a las empresas tecnológicas ni idealizar a los Estados nacionales. Implica, más modestamente, recuperar la capacidad de nombrar lo que ocurre: una privatización sin precedentes de funciones regulatorias que afectan derechos fundamentales. Solo desde ese reconocimiento puede comenzar la conversación sobre cómo construir alternativas que honren simultáneamente la innovación tecnológica y los principios democráticos que supuestamente organizan nuestras sociedades.

Sam Altman tiene razón: nadie eligió a OpenAI como policía moral del mundo. La pregunta incómoda que su declaración evade es por qué, entonces, sigue ejerciendo ese rol.

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